Sentada en mi cama, miraba fijo al vacío negro de la madrugada. De un recoveco profundo bajó una araña, aterrizando en la cabecera y sin miedo tomó un mechón de mi cabello y comenzó a tejer una trenza.
La ignoré.
En un intento perseverante de consolarme, la araña empezó a cantarme canciones de cuna. En rimas narraba cómo otros insectos eran devorados vivos cuando eran atrapados por sus redes.
Terminó con ese mechón y luego cogió otro, así sucesiva y cariñosamente hasta que hubo peinado toda mi cabeza. El repertorio de lullabies acabó.
El artrópodo insistía en curarme del insomnio. Hablándome al oído dijo que siempre me observaba. Habló de mi cuerpo que veía desde su rincón, mis manías y bailes frente al espejo. De mis carcajadas que hace días no escuchaba.
Terminó confesando lo mucho que extrañaba verme dormir, confesó que siempre bajaba a caminar sobre mí. Dijo estar enamorada.
Yo seguía estática. Sin saber qué más decir, la araña se acercó a mi cuello y lo beso tiernamente sin morder.
Por fin, sin dejar de ver al vacío , esbocé una sonrisa y susurré "gracias". Ella se apartó y trepó por la pared felizmente, mientras yo acomodaba mi almohada para descansar. Ya a punto de acostarme, tomé un libro de mi buró y lo azoté contra la pared: aplastando a la araña, que quedó embarrada. Luego entonces pude dormir.
¡Ja! Genial, va a mis favoritos ledesmescos.
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