miércoles, 21 de julio de 2010

"Juan"

Blandiendo de un lado a otro sobre el piso su bastón. Chiflando una linda tonada, avanzando a través del pasillo, rozando ligeramente el hombro con la pared, espera que el tren haga la parada. Sube al vagón, tantea unos centímetros hasta encontrar el tubo que le ubique el primer asiento disponible. Sin saber que se le mira con demasiada atención, él canta. Sus ojos bien cerrados llenos de arrugas alrededor; sus manos maltratadísimas como espejo de arduo trabajo, uñas amarillas, chatas y gruesas; piel morena, cabello negro y cenizo. En resumen: un hombre de mediana edad, gastado, tostado y sin el poder de la vista; más eso no es lo maravilloso de este personaje citadino y nada cotidiano del escenario surrealista que transita bajo los suelos de la gran urbe. “Juan” por llamarlo de algún modo, viste prendas de dama.

Su cabello es corto y varonil, más va bien peinado. Su tez cacariza y bien afeitada lleva maquillaje levemente más claro que su tono, labial rojo y pestañas rizadas con rimel bajo las cejas bien pobladas, el rubor en un intento de afinar sus facciones. De sus orejas cuelgan pendientes con perlas. Una blusa blanca, cuello de encaje, botones redondos y pequeños, mangas largas y hombreras, chaleco blanco, tejido y sin abotonar. Falda tableada azul marino hasta las espinillas, sin acentuar algo. Medias color piel, seguramente iba depilado de las piernas, y zapatos abiertos color beige con una leve plataforma.
Si tan solo hubiera visto la ropa sin percatarme del hombre, pensaría que el atuendo es de una mujer en sus plenos 70 años de edad.

Todos lo observan, curiosos, otros incrédulos. Personalmente lo encontré conmovedor y fascinante. Las preguntas no dejaban de surgir: ¿Por qué viste como mujer? ¿Quién lo maquilló? ¿Tendrá idea de cómo luce?, etc. Viajamos las mismas estaciones: Tacubaya, Constituyentes, Auditorio, Polanco, San Joaquín, Tacuba, Refinería y finalmente Camarones. Bajé del vagón al mismo tiempo que “Juan”, él movía de nuevo su bastón, caminamos el pasillo, doblé al fondo siguiendo los demás usuarios y justo cuando me disponía a subir por la escalera eléctrica, noté que había desaparecido. Por un segundo sentí el impulso de no seguir y regresar a buscarlo, pero la gente se acumuló tras de mí. No tuve más remedio que avanzar y asomarme por las laterales de la escalera con la intensión de reconocer al ciego, penosamente no fue así.

Diariamente atravesamos la ciudad y nos cruzamos con cientos de personas que solemos ignorar, son como costales caminando y que rara vez nos dignamos a mirar. Pero de vez en cuando, topas una joya que vale la pena recordar.
“Juan” me hace pensar que estoy en un mundo de locos con vidas y no de bultos andantes.

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